lunes, 13 de julio de 2009

Mención: Los intrusos de Triste le Ville

     Despertó  cuando le pareció oír (dentro de ese frasco de silencio que es la noche) la puerta de entrada abriéndose lentamente. Dos segundos más tarde, el golpe metálico del pestillo y el chirriar del picaporte, que volvía a su posición. No se atrevió a moverse. Quería escuchar otro ruido para cerciorarse de que no lo había soñado. Entonces percibió los pasos, lentos. Comenzó a temblar. Se fue incorporando progresivamente, hasta apoyarse contra la cabecera de la cama. Cuando los pasos cesaban, algún objeto se corría: una silla, la mesa ratona; y nuevamente los pasos que —él suponía— se acercaban a la cocina. Alguien había entrado. El hombre, en la cama, estaba seguro de ello como de que el corazón se le iba a desbocar. «Como en el cuento de Cortázar», tuvo tiempo de reflexionar. Un mosquito le rozó la mejilla con su condenado silbido incansable. Oyó el televisor que se encendía: «Maldito —pensó—, el maldito se atreve a encender el televisor». Con la punta de los dedos, tocó a su mujer, que aún dormía. Ella se dio vuelta bruscamente.

— ¿Qué pasa? —preguntó.

—Alguien ha entrado en la casa, ¿escuchás?

—El televisor —dijo ella, incorporándose—. Claro que lo escucho.

—Debemos salir —sentenció él.

     Asustada, la mujer comenzó a vestirse como pudo: no era momento de fijarse en la prolijidad. Él hizo lo mismo apresuradamente, mientras trataba de oír si era sólo uno el que había entrado. En un segundo de estupidez, pensó en salir de la habitación y encarar al intruso. Pero luego se dio cuenta de que su esposa estaba allí, y no podía ponerla en riesgo. Aturdido, con desesperación, se puso las zapatillas al revés; eso no importaba. La mujer fue más rápida que él para estar lista para salir; ya lo esperaba junto a la ventana, con los zapatos en la mano.

     Él se arrimó a la ventana en puntas de de pie y sacó la falleba, que se quejó con un sonido metálico. La abrió, empujó los postigones, y una mortecina luz de neón inundó el cuarto.

     Medio encandilados, saltaron a la vereda, adonde cayeron estrepitosamente. Se levantaron con rapidez. No pasaba nadie por allí a esa hora. Empezaron a correr, no sin antes volver a cerrar los postigones.

     Cuando el hombre entró en la habitación, descubrió la ventana sin trabas. Sin embargo, en el cuarto no faltaba nada. Supuso entonces que había olvidado cerrarla antes de salir a la oficina. No se percató de las sábanas todavía tibias ni de que una media de mujer había quedado debajo de la cama. Tampoco de que dos personas huían calle abajo, maldiciéndolo.  

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