sábado, 11 de julio de 2009

Primer premio ( cuento) Certamen Orillera 2009

Paula & Paula

Por Germán Bodrio 

No me dejaban en paz. Hacía media hora que había recibido el e-mail y no encontraba el modo. Sonaba el interno, venían por comprobantes del siglo pasado, o revoloteaban a mis espaldas, buscando desvíos, conversaciones que los alejaran de sus escritorios, condenándome al ejercicio, al calambre de maximizar y minimizar ventanas, todo el tiempo.

Habían pasado dos meses, la obra teatral había terminado y se suponía que para esa fecha yo estaría abrazando a Paula, y no leyendo a Paula.

Paula y Paula, dos mujeres con un mismo nombre y distintos modales. Una, la Paula que yo solía ver y abrazar, mucho más dulce, menos incisiva que la otra, la Paula digital, del arroba, protagonista estelar de las últimas semanas, desde que los llamados, según explicó, comenzaron a lastimarle los bolsillos, a fuerza de euros.

Me aseguré  de que no hubiese mosca alrededor, abrí el correo y luché  para no espiar. Cliqueé y corrí hasta la impresora. Por más que se me prendiera fuego el cerebro, ahí no quería, no podía, no lograría concentrarme. Apenas capturé la hoja, la doblé y dije que iba al cajero, que necesitaba efectivo, que si salía al mediodía no me iba a alcanzar el tiempo para almorzar, como si almorzar me importara. Nadie va al cajero cuando llueve: pide prestado o hace dieta, pero yo necesitaba masticar el pasado, digerir el presente, apretar el botón y soltar el futuro que ya no era.  

Bajé, fui al bar de la vuelta y me senté al lado de la ventana. Los vidrios empañados borroneaban las siluetas y daba la sensación de que había estado lloviendo siempre, o al menos durante los últimos años. Ordené whisky y el mozo me miró raro. La gente desayunaba y yo estaba harto, cansado de hacer coincidir mis deseos con la hora, con el tiempo de los demás. Saqué el papel del bolsillo y lo desplegué. Al pedo, sin Blenders mi pulso se descontrolaba. 

Entró  una chica. Monitoreó el salón, se acomodó el pelo mojado y caminó hacia mí. Era linda, demasiado, y por un segundo pensé  que se acercaba a hablarme y me asusté un poco. Pero se detuvo una mesa antes, se quitó el sobretodo, lo apoyó en una silla y se sentó de espaldas a mí, a exiliarse en la ventana, hasta que el mozo, luego de servirme, la repatrió.

De arranque, el mensaje de Paula era frío. Parecido a los últimos que me había enviado. Una vez más me contaba que las cosas iban de maravilla, mucho mejor de lo imaginado. Una vez más me decía que los días eran bárbaros, que había conocido mucha gente y que la gente la hacía sentir como en su casa. Por suerte había conseguido algo temporario, de mesera, hasta que se estrenara la nueva obra. El parador se llamaba Bar de Fondo y, al parecer, en lugar de clientes tenía admiradores. Es que de propina ganaba miles de euros, que eran para ahorrar, por supuesto, y no para andar jugando a la diferencia horaria ni al teléfono descompuesto. “A propósito –decía–, sé que sos reacio a los cambios, pero alguna vez tendrías que vivir cerca del mar, aunque sea en Gesell”.

La chica dijo “gracias”, sonrió y cortó dos sobres juntos. Edulcoró, revolvió y probó el café. Apoyó la taza, buceó en la cartera y sacó una libreta. Leyó, y poco después comenzó a escribir, intercalando las palabras con pequeños sorbos de café y ventana. 

Entonces Paula empezó a dar vueltas, y a decir un montón de cosas, y tuve que  esforzarme para entenderla. Habló de proyectos personales, de libertades y de formas de ser y de crecer. Ella daba vueltas y yo era el que se mareaba. El mensaje estaba tan mal escrito, con tantas faltas, que parecía que lo había tipeado con el canto de una Heineken, mientras contemplaba la playa, durante una pausa, en el fondo del Bar de Ídem, o como se llamara. Entre cerveza y cerveza decía que necesitaba vértigo, plenitud, y yo quise avisarle que para todo eso, en Argentina, había muy buenos desodorantes. Pero siguió y me contó que había contratado de guía a su corazón, y que éste le gritaba que ahora su vida estaba allá, al borde de lo ilegal, en Barcelona. Antes del beso y la suerte, se refirió a los “días de inocencia”, a los “imborrables y hermosos recuerdos” que nadie, ni yo, podría quitarle.

La chica hizo deslizar la birome sobre la mesa, miró la calle y cerró  la agenda. Sus movimientos eran frágiles, celestes, espontáneos, y yo sentía que me iba, que el vaso era un precipicio, un agujero negro que me tragaba. Aguardó al mozo, sonrió y pagó con cambio. Recogió sus cosas, se acomodó el flequillo, y cuando se puso de pie quise decirle que estaba dejando demasiada propina, quise invitarla otro café, ofrecerle paraguas, una vida sin lluvias, continuar así, cerca, un rato más. Pero se colocó el abrigo y, antes de marcharse, se colgó la cartera al hombro en un movimiento torpe, celoso, aniñado, al igual que lo hacía Paula, la verdadera. La Paula a quien algún hijo de puta le estaba hackeando la casilla de e-mail. 

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